La pintura de Mery sales juega y gana, porque como la buena poesía, es música que trasciende el sentido y lo desborda: aun sin entenderse se entiende, nos conmueve.
Acostumbrados como estamos a mirar las cosas a través de su nombre, a través del concepto que como cárcel encierra cada imagen en su jaula, en la prisión de su significado, pocas veces advertimos la belleza fugaz e inexplicable del mundo sin contornos lingüísticos. Quitarle el collar al perro de la mirada y dejarlo husmear entre las cosas, sin ninguna cadena que permita establecer conexiones entre cosas e ideas, es algo que sólo muy de vez en cuando nos es dado. La primera mirada del día, por ejemplo, la que aún no distingue la vigilia del sueño, la que errante se embosca en reflejos y motas y miríadas como si aún estuviese sumida en sus oníricas andanzas. La mirada vacía de conciencia, el mirar que no mira, la mirada descalza, azul y vertical previa a la siesta, la acuática del ojo entre las lágrimas, la velada por el halo de la niebla.